Patio de la Casa Sorolla forma parte de una serie de estudios que Sorolla pintó sobre el jardín y los patios de su casa de Madrid. Aunque en general no tienen fecha ni están firmados, sabemos que fueron realizados entre 1914 y 1920, en diferentes horas del día y en distintas estaciones, aunque el jardín sería captado la mayoría de los casos en primavera, cuando la floración luce con mayor esplendor. Bernardino de Pantorba catalogó las veintiocho vistas propiedad del Museo Sorolla de Madrid2. El resto de la serie pertenece a colecciones particulares.
En 1917 Sorolla estuvo dedicado a la producción de su gran serie sobre Las regiones de España encargada por Archer Milton Huntington para la biblioteca de la Hispanic Society de Nueva York. Sin embargo, entre febrero y octubre de ese año, Sorolla interrumpió sus viajes por España para regresar a Madrid, en parte debido al nacimiento de su primer nieto. También aprovechó para pasar el verano en San Sebastián. Patio de la Casa Sorolla se pintó indudablemente aquella primavera, durante la estancia de Sorolla en Madrid.
La primera impresión producida por Patio de la Casa Sorolla es su colorido. El artista ejercita su habilidad para captar el juego de la luz, con anchas pinceladas. Los colores seleccionados para esta pintura son los mismos que utiliza en sus paisajes y marinas: amarillos, rojos y violetas. Las pinceladas son desiguales, pero nunca vacilantes. Sorolla explicaría su peculiar técnica a un periodista francés unos meses después de terminar este cuadro: «Yo no tengo una receta, porque creo que la pintura es un estado mental. Mis pinceladas son cortas o largas dependiendo del tema y del momento».
La composición se centra en la fuente poligonal, embaldosada con cerámica azul y cubierta de flores. Está rodeada por abundante vegetación, y parte de la casa puede verse al fondo. Pero el juego de colores domina de tal manera el cuadro que el espectador presta poca atención a los objetos representados. Sorolla no utiliza un mensaje iconográfico para cuyo lenguaje utilice la fuente, los jarrones, las flores o la arquitectura; únicamente le interesan las superficies de todos ellos y cómo reflejan la luz ambiental. De esta manera la pintura mantiene un equilibrio entre la solidez de los objetos, el brillo de la luz y el coloreado ambiente en el que se sumergen. La vibrante imagen da tal sensación de movimiento dentro de la composición que el espectador registra mejor el efecto de la luz sobre los objetos que su propia solidez física.
En aquel mismo año de 1917 algunos críticos catalanes apreciaron la conexión entre los estudios de Sorolla y la investigación de artistas catalanes como Anglada-Camarasa, Santiago Rusiñol y Eliseu Meifrèn. Pero el estudio completo de aproximación a la naturaleza que Sorolla emprendió en esos años no era para él un simple ejercicio visual. Por el contrario, frecuentemente estaba acompañado por fuertes, a veces agotadoras, emociones. En 1916 escribe a su mujer: «Ignoro si es por debilidad o exceso de sensibilidad, pero hoy me ha emocionado más que ningún día la contemplación del natural». Nuevamente en 1918, en otra carta a su mujer agrega: «Yo lo que quisiera es no emocionarme tanto, porque, después de unas horas como hoy, me siento deshecho, agotado; no puedo con tanto placer, no lo resisto como antes [...]. Es que la pintura, cuando se siente, es superior a todo; he dicho mal: es el natural el que es hermoso». Al observar esta pintura, el espectador queda seducido por la respuesta emocional del pintor ante la naturaleza, y cautivado por su habilidad para transmitir esta emoción a través de la luz y el color.
Fuente: Museo Carmen Thyssen de Málaga